Recuerdo los viejos amaneces... Aquellos que disfrutaba en proporciones infinitas a la par del viejo café de olla que preparaba mi abuelita. En aquellos lejanos días, la sencillez de vivir se consagraba con unas cuantas piedras, unas viejas botellas y buena puntería para ser quien más las truena y se lleva el reconocimiento de los amigos, de los primos y alguno que otro que ni siquiera conocía... Quién diría que ese infante, que no le bastaba más que el Sol, el café, las piedras y las botellas, hoy pernocte noche tras noche, en espera de un aviso tuyo, de un patrón que me indique que te encuentras con bien, que todo marcha conforme a tus planes y que en esos planes encuentras un espacio para que pueda incluirme en la pieza musical de tu vida.
En los viejos amaneceres sostenía una espera que se hacía eterna, esperando que el Sol llegara y quitara las sombras de mi vida, pareciendo un presagio de lo que tiempo después sostendría como la más difícil prueba, soportar tu eterno amanecer, donde no ha asomado siquiera el primer rayo de luz y parece que el mundo no puede girar para impulsar un poco más tu eterno e interminable despertar.
Un amanecer de aquellos, comparado con un amanecer de los de hoy, es en gran nivel dos puntos muy distanciados, aquellos llenos de fe y esperanza, con la pureza de una inocencia en proporción a la infancia... Los amaneceres de hoy, con pesadez y tristeza, con la melancolía que dejan las huellas de tu partida, con la gravidez de tu peso, plasmado en mis recuerdos de aquella noche que te cargué entre mis brazos, tan princesa, tan sirena, tan bella y tan hermosa... Mis amaneceres son precarios, son la antesala de mis anocheceres, son el flujo del tiempo invertido al lugar en donde estás, son el espejo roto que no soporta mi cara reflejar, son el cristal de tus lentes, sin tus ojos a agrandar... Son tu sonrisa, sin en labial que robar cuando me beses y yo te ame más.
Héctor Eduardo
Me robaste el corazón con solo unas caricias... Me quedé con tu recuerdo para toda la vida.
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