Puedo pasar por semanas o décadas enteras, sin que mantengas rastro de mi existir, la última vez tardamos treinta y tres años sin vernos, bueno, treinta y tres para mi, tan solo diecinueve tuyos... El tiempo que he hilado sin parar en tratar de encontrarle fin a los puntitos que brillan en el cielo por la noche, intentando contar cada surco de cielo oscuro, plateado con la bóveda pálida de estrellas, y su luna menguada destilando llanto con solo unos cuantos pellizcos de melancolía y tristeza.
Intento contar más estrellas y no logro enfocar mi vista en ellas, solo concibo recordar el sofocón en mi vida cuando nuestro primer beso, el morder apasionadamente tus labios, cayendo en el deseo, cayendo en lo prohibido que es dictado por quienes no se han besado, por quienes no han degustado la exquisita delicia de tu aliento, empalagándome para toda una vida, convirtiendo mis ansias locas de ti, en un celibato de emociones en donde la única presencia en mi vida, será tu ausencia, tu espacio, sin ti... No sé qué hacer después de que te conocí, no sé si volverás o yo iré, no tengo tanta imaginación, y mucho menos tanta fe, pero me guardo la ilusión, para acercarme a tu paraíso, de eso estoy seguro.
Despacio y sin apuro, con calma sazono en mi mente tu desnudez, tu playa entera, tu mar, mi Mar, tus caderas y su oleaje ajetreado, tus pechos y su agitado respirar, tus besos y mis besos, tus manos en mi cuello, y cada palabra que de aquella noche guardo para sacarla y entregártela como ofrenda, como tributo en agradecimiento por haberme concedido el honor y el placer de amarte tanto, de tanto que te amo, aunque no te pueda ver... Aunque no me puedas ver.
Héctor.
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